EL PAÍS – Jaime Ripa – 7 de marzo de 2021
¿Por qué es tiempo de dejar el coche a un lado? Dos iniciativas en Madrid y Valencia que ponen en el centro la movilidad sostenible y social
Tienes la bici a punto de estrenar. Cuando llega el día sales a la calle con la ilusión intacta y lo primero que ves son coches, cientos de coches, vías estrechas y escasos carriles-bici. Y según te vas moviendo por la ciudad, te topas con algún que otro conductor sulfurado y con glorietas insalvables en las que toca desmontar. Para el peatón la historia no es muy diferente: falta espacio en el corazón de las urbes, vías accesibles para personas con necesidades especiales, una escala más humana y espacios verdes. ¿Qué hacer? ¿Qué falta para que caminantes y ciclistas tomen definitivamente las calles? ¿Cómo aprender a moverse sin sufrir? ¿Y dónde está la felicidad de andar e ir en bici? Distintas personas e iniciativas demuestran que hay esperanza.
En la calle de Antonio Grilo de Madrid, una estrecha y corta travesía que desemboca en el mercado de los Mostenses, se concentra un pequeño grupo de ciudadanos con sus bicis. Han acudido a un taller a resolver sus dudas de circulación y a reafirmarse en el uso de las dos ruedas. Durante la próxima hora de formación se suceden las preguntas: ¿cómo señalizo correctamente? ¿Y si me quedo atrapado entre dos vehículos, o voy a parar a una rotonda sin carril-bici? ¿Cómo evito comerme el humo de un tubo de escape? ¿El sillín, a qué altura? ¿Qué luces son las más adecuadas? Y una percepción más o menos compartida: ¿por qué me sigo sintiendo vulnerable al circular, una especie de usurpador en una calzada dominada por el coche?
“Así como ir andando, montar en bici es y debe ser una experiencia amable y agradable”, considera Manuel Mercadal, ingeniero de 37 años y maestro de ceremonias del taller, gratuito y de libre inscripción. “Es importante alejar esa imagen de conflicto, de lucha, de deportista de élite: no hace falta disfrazarse con maillot de licra para ir a comprar el pan”.
Mercadal es uno de los miembros de Pedalibre, organizadora de esta clase a pie de calle. La asociación, fundada en 1982, trabaja por normalizar el uso de la bicicleta en la ciudad despejando dudas prácticas, técnicas y legales, y fomenta el cicloturismo, una forma de ver ciertas maravillas de la ciudad que tienden a pasar desapercibidas desde la ventanilla del coche. Los martes, en el barrio de La Guindalera, abren un taller donde cualquiera puede acercarse para reparar y poner a punto su montura.
“Volví a Madrid tras vivir diez años en París, donde hay una gran apuesta por la movilidad sostenible”, relata Mercadal. “Y encontré una ciudad que, aunque similar en densidad de población y tamaño, está muy por detrás y parece que bloquea deliberadamente este desarrollo. Entonces me puse a buscar como loco quién hacía qué en esta ciudad hasta que di con Pedalibre”.
Se topó entonces con una ciudad apresurada y surcada de grandes arterias de entre seis y ¡16! carriles, como el paseo de la Castellana, desarrollos urbanísticos de los 60 y 70 con aceras que no llegan al metro de anchura pero que sin embargo cuentan con banda de aparcamiento o barrios con callejas colapsadas por furgones de reparto y coches particulares. Una película de terror para un vehículo de tracción física, impulsado a doble pierna.
“Son zonas que hay que rediseñar con espacios segregados y seguros”, tercia Mercadal. “Se han ido haciendo tímidos avances, pero son fideos en un plato de sopa, con infraestructuras de su padre y de su madre. Hay que conseguir una red ciclista conectada, coherente y segura”.
Una de estas zonas a rediseñar es la propia calle de Antonio Grilo, donde Fernando García, de 49 años, trabajador en el mundo de la publicidad y también miembro de Pedalibre, encabeza pequeños actos destinados a conseguir su peatonalización. Antonio Grilo es una de las muchas vías del centro que tiene una raquítica acera elevada respecto a la calzada, un escalón que aún la diferencia de otras calles cercanas ya remodeladas, de plataforma única, con una sola altura y prioridad peatonal. “El primer día que convoqué fue lo de Filomena [la tormenta de nieve que asoló Madrid a principios de enero] y claro, se chafó”, recuerda riendo. “Pero llevamos ya cuatro sábados y la manifestación se ha extendido a las calles Desengaño y Estudio. Queremos andar sin problemas por nuestro barrio”.
Las dudas expuestas durante la formación dan cuenta de que no solo está por ganarse la batalla urbanística. Se dirime también la cultural, plantearse qué es exactamente eso de la movilidad sostenible, un asunto, en opinión de Mercadal, plagado de clichés, anglicismos y conceptos etéreos que camuflan la realidad. “¡Bici y peatones, por el amor de Dios!”, reclama el ciclista. “Hay que desterrar ideas casposas como que yo tengo mi libertad para ir a por tabaco en un SUV de dos toneladas. Deberíamos entender que esto no es posible por razones de espacio público, seguridad ciudadana, justicia medioambiental”.
Aunque casi todos los participantes de la formación han sufrido algún sustoen esa convivencia coche-peatón, otro de los motivos para acudir al taller, la ciudad está lejos de ser una jungla salvaje, un estereotipo que desde Pedalibre tratan de disipar: “No hay que perpetuar la imagen del conductor furioso. La mayor parte de los conductores nos cuida. ¿Cuántos te han puesto en peligro y cuántos te han respetado?”. Los instructores lanzan una reflexión final: “Tiene que calar la sensación de que debo estar aquí con mi bici. Y cierto orgullo de contribuir a un mundo mejor”.
¿Otra ciudad es posible?
Que las calles sean propicias para ciclistas y peatones implica reducir el espacio del coche. “Hay que desincentivar, pero dar alternativas. Cojo coche porque sale gratis y porque puedo aparcar. Si tocamos alguna de las dos variables la cosa cambia”. Quien así habla es Xabier Arruza, coordinador de Bilbao Urban & Design, una agrupación de expertos que realizan reconversiones urbanas, entre ellas la Transformación Urbana Metropolitana de Bilbao, una de las obras más emblemáticas del norte peninsular.
Precisamente ciudades como Bilbao, París o Ámsterdam tratan de acercarse a la llamada ciudad de los 15 minutos, o ciudad de proximidad, donde los servicios básicos están a menos de un cuarto de hora caminando. “Cuando la ciudad se expande surge la necesidad de accesibilidad: tener la cultura, el trabajo, el colegio y el ocio cerca”, amplía Arruza.
La pandemia acrecentó el deseo de andar. Los ciudadanos redescubrieron una ciudad amplia, a estrenar tras el apocalipsis. “La necesidad de propiciar espacios peatonales más seguros es inevitable. Sin importar la temperatura, nuestras calles no han sido concebidas para caminar”, reflexiona Rosa Elena Martínez, arquitecta y urbanista de 30 años y portavoz de la Asociación Viandantes A Pie, constituida en 1995 para introducir al peatón en la agenda social y política de Madrid. “Recordemos el parque lineal en el que se convirtió la Castellana durante la desescalada. ¿Y qué decir cuando durante la borrasca Filomena hicimos la M-30 peatonal? Esto es un indicio de que por naturaleza andamos, y que, si tenemos oportunidad para hacerlo, lo haremos”.
Otros colectivos replantean la ciudad de formas inesperadas. La Liminal, por ejemplo, lanza una mirada crítica a la urbe desde el género y el arte. Y el proyecto de investigación urbana Despaseando plantea rutas alternativas por Madrid e invita a reflexionar sobre qué es habitar un espacio.
Empezó casi como una broma. Hace seis años Txema Hernández y Toni Velarde, vecinos de Torrent (Valencia), encontraron una bicicleta rota. Decidieron repararla, adecentarla y donarla. Aquello de recuperar lo perdido les gustó. La broma creció y hoy tiene nombre propio: el proyecto BicisPerATotes, impulsado por la asociación Soterranya, suma casi 900 bicis arregladas y donadas a distintas entidades y proyectos benéficos. Pero por encima de todo las reparten en el Xenillet, una zona degradada y ahora en recuperación, donde estos mecánicos-activistas trabajan por mejorar y abrir las puertas de su barrio a todo aquel que quiera conocerlo. Siempre subidos al sillín.
“Voy en bici desde el 98”, explica Hernández, en Soterranya desde hace 17 años, cuando la fundó junto a varios amigos para actuar en materia de educación, inclusión, movilidad y medioambiente. “Al menos nacimos con esas intenciones. Idealistas, pero algo difusas”, ríe. La mayoría de sus acciones orbitan alrededor de la bici. “Para mí es una de las herramientas más poderosas”, asegura. Velarde, por su parte, se unió a raíz de las salidas que la asociación organizaba para dar mantas y comida a gente sin hogar. “Eran ciclistas, y yo también. Y me fui implicando y hasta aquí. Ahora vivo más en el taller que en mi casa”, confiesa.
Al taller llegan bicis en mal estado, abandonadas o rotas. Hernández repara una tras otra y es ya un manitas. Recuerda una vez, en un colegio público, a un niño con parálisis cerebral al que le llevaron un triciclo adaptado. Al principio se negaba a subir: “No, no, no, decía. En cuanto pedaleó dos veces le cambió la cara. Le dije a Toni que había que hacer algo con eso”, narra.
La bici es un cajón de sastre. La usan para salir por la noche a repartir librospor la ciudad, en la comarca, en Valencia. “Nos siguen llegando mails de gente que ha encontrado libros por ahí. Y eso que hemos parado por la pandemia”, asegura Velarde. Durante la cuarentena atendieron a gente que no se podía mover: les hacían la compra e iban a la farmacia por ellos. También montan rutas para conocer el patrimonio cultural y natural de la comarca, alimentando la cultura ciclista. Y asesoran, e incluso acompañan, a los novatos en sus primeras salidas. Siempre sobre el sillín. “Nuestra intención es lograr un espacio público más amable y habitable. Y en eso la bici puede aportar una energía infinita”, termina Velarde.
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